Una de las primeras marchas lGBT+ en México. FUENTE: El Closet LGBT+
Como el alfa sin omega — un principio sin fin —, el título de este texto busca hacer una alegoría sobre la construcción del colectivo LGBTIQ+, un espacio que, aunque se presenta como un refugio seguro, también guarda sus propios desafíos y contradicciones, tal como una rosa que, a pesar de su belleza, también posee espinas.
A estas alturas, sería redundar en que el término LGBTIQ+ sirve para referirse a todo el abanico que se sale del marco heterosexual: lesbianas, gays, transexuales y bisexuales, intersexuales y queer. No obstante, cabe matizar que las identidades cis y trans, a la par que las identidades disidentes y normativas, tienen cabida indistintamente por igual, y que el “+” sirve para todas aquellas que, aún sin sentirse etiquetadas en ninguno de esos marcos, también huyen del espectro aparentemente dominante o mayoritario.
A pesar de ello, la escisión del movimiento LGBTIQ+ es más candente que nunca; y ya no solo por esa falta de unión con el feminismo, por lo menos, el que escribe estas líneas, sino por una situación donde, hasta el Partido Socialista decide que no es suficientemente relevante la existencia de la Q, lo queer y todo (y todxs) aquellxs que han sido faros en nuestra lucha – desde Divine hasta Kate Bornstein –.
Las últimas letras de nuestra seña de identidad – TIQ – han sido señaladas como las causantes de otra brecha dentro del movimiento feminista – más tangente en las manifestaciones del 8M –. De hecho, el mismo tema, cual efecto dominó, introduce a una de las primeras claves que desengranan nuestra estructura colectiva: la misoginia dentro del movimiento LGBTIQ+ con la «plumofobia» y con la invisibilización de las mujeres lesbianas y trans.
La plumofobia, entendida como cualquier tipo de ideación, actitud o conducta de rechazo o discriminación hacia las personas que tienen «pluma», según el glosario de términos sobre diversidad afectivo-sexual del Ministerio de Sanidad, es otro ejemplo más de la falsa modestia que todavía arrastramos en pleno siglo XXI; esa que nos parece que nos perdona la vida y que nos acepta siempre y cuando no se nos note es también un reflejo de la misoginia intrínseca que corre por los constructos de nuestro imaginario, enraizados en un sistema heteropatriarcal.
Asimismo, es importante incidir en que aquello que se llama «pluma» no es patrimonio exclusivo de lo que la sociedad considera hombres afeminados. También lo es para las mujeres que actúan de una forma más masculina y que, por supuesto, no cumplen con el patrón de lo que se espera de ellas. Y aquí es cuando entra la espiral del canon; ese canon elegido por los grupos de poder de la sociedad, que no es neutro ni universal, sino profundamente marcado por las dinámicas de poder que definen qué es aceptable y qué no lo es.
FUENTE: Apoyo Positivo
El mismo problema, además, deriva en otro como es el cuestionamiento de las demás expresiones de género dentro del colectivo, como puede ser el drag. La Prohibida, —mítica drag queen del panorama nacional—, mencionaba recientemente en una entrevista para Sabor a Queer que: «¿Yo estoy odiando a una mujer por querer ser o aparentar como ella? Es que nunca he entendido eso (…) Las mujeres también hacen parodia de las mujeres. Para mí (las mujeres) son un ejemplo y una fuerza».
A ello se le añaden otros testimonios como el de The Macarena, —concursante de las temporadas 1 y 3 de Drag Race España—, quien anunciaba: «Algunas tenemos dentro una feminidad que la sociedad es incapaz de leer correctamente por nuestra fisionomía típicamente masculina y nos alivia la disforia exteriorizar como nos sentimos por dentro, aunque sea de manera temporal».
No obstante, parece ser que nostrxs mismxs somos quienes nos delimitamos. ¿Qué es, entonces, el crossdressing? ¿O el fenómeno drag king? ¿Acaso no son otras fórmulas con las que jugar y experimentar a través del género (y no precisamente jugando con el tópico femenino)? Porque allí está el otro eje del debate: ¿qué es lo femenino? ¿Y lo masculino? ¿Pretendemos borrar o todavía marcar más lo que nos etiqueta?
Este cuestionamiento sobre las construcciones de género nos invita a reflexionar sobre los límites de nuestra identidad. Si bien las etiquetas de «femenino» y «masculino» han sido históricamente asociadas a roles y comportamientos muy rígidos, en las últimas décadas han emergido nuevas formas de expresión y transgresión. Y con ellas, un llamado a la flexibilidad, a la fluidez, a la posibilidad de reconfigurar lo que significa ser un «hombre» o una «mujer» en un mundo diverso y plural. Pero esto plantea otro conjunto de preguntas: ¿en qué medida estas expresiones realmente desafían las normas, o simplemente las reconfiguran dentro de un marco igualmente binario?
Otro de los dilemas dentro del colectivo LGBTIQ+ se encuentra precisamente en las narrativas de progreso, que a menudo relegan a las personas precarizadas al pasado, ignorando su realidad presente, borrándolas del debate político y generando una deuda con ellxs. La historia del movimiento LGBTIQ+ está marcada por episodios de invisibilidad y marginación, especialmente para las identidades que no encajan en las formas más dominantes de la lucha.
Manuela Trasobares, reconocida artista multidisciplinar y primera concejala trans de este país, declaraba para una entrevista sobre las redes de apoyo trans en los 80-90 que: «Los gays creían que las mujeres trans no dábamos una imagen «seria» al colectivo; pero, sin embargo, nosotras en las primeras manifestaciones LGBTIQ+ abríamos el camino para que detrás fueran los maricones. Las que dábamos la cara éramos nosotras, que nos enfrentábamos con Fuerza Nueva, Cristo Rey y todo el facherío, diciéndonos de todo… pero los gays nos marginaban».
«Mi lucha siempre fue muy individual porque veía que estábamos muy solas, que nadie nos quería y que la situación en España te obligaba a hacer tu camino sola, mirando por ti misma», prosigue, añadiendo que «tampoco podemos hablar de una unión entre todas porque no es verdad. Tú eras afín a una u otra persona, pero no a un colectivo porque ni siquiera existía el concepto. Es así de grotesco y poco romántico; a diferencia de los gays, que ellos sí que se unieron… pero claro, ellos eran hombres, con apariencia normativa y situaciones muy burguesas y de alto standing. Así es muy fácil unirse».
Precisamente, Manuela fue la inspiración del mediático videoclip de *Zorra*, el mismo que, paradójicamente, alude a la libertad de la mujer y a la anexión del hierro oxidado y casposo del propio término reapropiado por el colectivo LGBTIQ+ como un himno de empoderamiento al estilo de *A quién le importa* y como otra muestra más de los vínculos de identidad entre el movimiento feminista y LGBTIQ+ para superar los martillazos de un sistema empíricamente heteropatriarcal.
En cualquier caso, el gaycentrismo y la invisibilización del resto de las letras van de la mano y, de hecho, son un síntoma más de los patrones jerárquicos patriarcales que delimitan y prueban la historia de nuestra sociedad. La visibilidad de las mujeres trans, de las identidades no binarias, de las personas intersexuales y de todos aquellos que se encuentran fuera de los márgenes heteronormativos sigue siendo un reto que necesita ser abordado de manera más integral dentro del colectivo LGBTIQ+.
Como se planteaba previamente, ¿realmente buscamos borrarlo todo para avanzar hacia una sociedad sin etiquetas, o estamos simplemente reconfigurando esas mismas categorías bajo nuevas formas de opresión?
El colectivo LGBTIQ+ enfrentamos la disyuntiva de reconfigurar nuestra identidad en un entorno donde las etiquetas parecen ser tanto una liberación como una prisión. Pero la verdadera cuestión no radica en borrar lo que nos define, sino en construir un espacio inclusivo que, en lugar de jerarquizar identidades, permita que todas ellas coexistan y se fortalezcan mutuamente. La liberación no es un proceso lineal, sino una constante deconstrucción y reconstrucción.