Etimológicamente el término vicaria/vicario procede del latín ‘vicarĭus’ y se refiere a la persona que tiene la facultad de reemplazar a otra, asumiendo sus funciones y desarrollando su labor, o lo que es lo mismo, que la sustituye.
La violencia vicaria es, por tanto, una forma de violencia género que tiene como objetivo dañar a la mujer a través de sus seres queridos, en especial de sus hijas e hijos; aunque, en los últimos años también se ha visto que, en parejas en las que no hay descendencia, estas mismas formas de violencia pueden ejercerse hacia sus mascotas u otras personas cercanas o a su cargo.
En este tipo de violencia el padre, pareja o expareja de la madre instrumentaliza a sus hijas e hijos para maltratarla y ocasionarle dolor, es decir, se sustituye a la persona en la acción directa de la violencia, pero el objetivo sigue siendo la mujer.
Como todas las violencias, la violencia vicaria se manifiesta a través de distintas conductas, algunos ejemplos serían: controlar a la mujer utilizando a sus hijas e hijos, negarle el contacto con ellas y ellos, amenazarla con que va hacerles daño o no cubrir sus necesidades básicas, manipular a las hijas e hijos para que se pongan en contra de la madre e incluso la agredan, encerrarlas/os o no llevarlas/os al colegio, herir o dañar su integridad física y, en su máxima expresión asesinar a sus hijas e hijos.
No nos cansaremos de repetir que la desigualdad de género y, por tanto, la violencia contra las mujeres se ha ejercido durante siglos por ley, no por costumbre, y en este caso no es diferente. Desde una perspectiva histórica y evolutiva, la patria potestad de las hijas e hijos ha estado en manos exclusivamente del varón, del ‘pater familias’ hasta el siglo XX. Concretamente, en España no fue hasta el año 1981 cuando la madre pudo ejercer la patria potestad en igualdad de condiciones con el padre.
Esto se traduce en que a lo largo de la historia la violencia vicaria se ha ejercido al amparo de la ley limitando los derechos fundamentales de las madres y obligándolas, en muchas ocasiones, a elegir entre abandonar el hogar y, por tanto, a sus hijas e hijos, para poder sobrevivir o permanecer en un espacio doméstico violento para poder estar al lado de sus hijas e hijos.
Desde que en el año 2013 se empezaron a contabilizar las víctimas mortales menores de edad en casos de violencia de género, 49 niñas y niños han sido asesinadas/os a manos de sus padres biológicos, parejas o exparejas de sus madres. Ante esta realidad, resulta fundamental que reflexionemos acerca de la crudeza, la gravedad y el alcance de la onda expansiva de la violencia machista.