La historia del patriarcado es una crónica de ejercicio del poder de los hombres sobre las mujeres, sobre las que se ha ejercido violencia de múltiples formas para mantener dicho poder. Esto se ha denunciado y posicionado en el debate público desde el movimiento feminista, que ha logrado visibilizarlo. En 2017, de forma histórica, se aprobó el Pacto de Estado contra la Violencia de Género, que suscribieron todas las fuerzas políticas. Hoy, de nuevo y como tantas veces, la violencia de género vuelve a ser cuestionada, vuelve a ponerse en entredicho desde nuevos mecanismos machistas y misóginos que culpabilizan a las mujeres y a las políticas de igualdad. La masculinidad hegemónica sigue buscando nuevos huecos donde afianzarse.
El acoso sexual, el acoso por razón de sexo, las agresiones sexuales, la violencia económica, psicológica, obstétrica, institucional, simbólica, emocional, vicaria, social, patrimonial; la trata, la explotación, la doble carga, la feminización de la pobreza; el ciberacoso, el molka, el grooming, la sextorsión, el sexpreading y toda la violencia digital; la sumisión química, el acoso callejero; la coacción, el chantaje, la violencia física, los feminicidios. Tantas violencias contra las mujeres que un nuevo poderoso discurso individualista está tratando de desligar de su raíz sistémica. No son casos aislados, es el patriarcado, es una estructura que castiga la feminidad.
Si las personas que ejercen la violencia contra las mujeres son hombres, debemos dejar de poner el foco revictimizante en ellas y girar la mirada hacia ellos, como responsables. Los hombres no son violentos por naturaleza, sino por socialización de género y, por tanto, es vital desvincular violencia y masculinidad para que el miedo a esta no sirva para mantener a la mitad de la población en constante amenaza.
Los hombres siempre tienen la oportunidad (y el privilegio) de comportarse de forma dominante, porque es lo que se espera de ellos desde pequeños. “Sé un hombre” es una frase que en algún momento de la vida han escuchado todos los varones, principalmente en la niñez o adolescencia, por ser el período de aprendizaje de género más estricto. Cuando alguien dice sé un hombre, ya se sabe a lo que se refiere: no seas débil, no tengas miedo, sé valiente, autosuficiente y no llores. Es decir, no seas una mujer. Los actos de violencia se justifican en los chicos mientras que se mira de reojo si se exterioriza vulnerabilidad o sensibilidad, propio de mujeres: ¡alerta, varón en peligro!
Acabar con la violencia hacia las mujeres es, por tanto, una responsabilidad de los hombres, de cómo se enseña a ser hombre. Es una responsabilidad de los que la ejercen, los que se callan ante ella, los que la minimizan, los que la permiten. De todos los hombres. Reprender comportamientos a nuestro alrededor, detectar el machismo y denunciarlo, trabajar con una perspectiva de género la emocionalidad, la sexualidad, la forma de tratarnos. La empatía será un recurso imprescindible, puesto que una de las grandes condiciones para mantener la violencia ha sido la deshumanización de la víctima. Desviolentar la masculinidad es la respuesta para que la próxima vez que se diga sé un hombre, no sepamos perfectamente a qué se están refiriendo.