En verano enseñamos el cuerpo más que en el cualquier otro momento del año y mostrar más piel significa dos cosas para la masculinidad: un momento perfecto para demostrar esa masculinidad y sexualizar el resto de los cuerpos.
La masculinidad tampoco se relaja en vacaciones y aprovecha los festivales, las fiestas de pueblos y todas las megaconcentraciones para sacar rédito sexual, pues las agresiones sexuales aumentan en verano de forma generalizada. La cultura de la violación, como forma de socialización, también es la imposibilidad de la masculinidad de tocar un cuerpo sin quitarle carga sexual.
El patriarcado prepara a los cuerpos femeninos para ser analizados, cosificados, e incluso le ha puesto nombre propio sin complejos. No es la Operación bañador, la Operación ir a la piscina o la Operación dieta. Es la Operación bikini: una presión estética centrada en las mujeres para ser el objeto de la lasciva mirada masculina y para no ser la perdedora en la lucha por la comparación corporal. En los últimos años se viene denunciando, además, la erotización del cuerpo de las niñas, a las que se les pone bikini de dos partes cada vez más temprano e incluso con relleno, simulando un pecho adulto.
El cuerpo masculino, entre tanto, se entrena previamente en los gimnasios jadeando la fuerza que se presupone a la masculinidad con cada pesa que se levanta para lucir así unos abdominales marcados y un brazo bien fuerte cuando llegue el momento de quitarse la camiseta. Un cuerpo esculpido, con los músculos marcados, es sinónimo de trabajo duro, perseverancia, control y éxito. El cuerpo masculino y el cuerpo femenino, por tanto, acumulan capital sexual de diferente manera en su preparación para ser valorado en el mercado.
Pero el verano tiene preparada una trampa para la masculinidad. Imaginemos la siguiente situación: un grupo de chicos jóvenes se van a un pueblo costero de vacaciones unos días. Alquilan un apartamento, compran comida precocinada y mucho alcohol y se van a la playa. Se ponen los bañadores, hinchan unos balones, extienden sus toallas en la arena y… llega la hora de darse crema solar. Alguno de ellos pasa de darse, pero otros no quieren quemarse. Estos últimos se extienden un poco por los brazos, por las piernas, por la cara, pero a la espalda no llegan. Dudan entre tres opciones: pedir a otro amigo que se la esparza, dársela ellos mismos haciendo contorsionismo o directamente no dársela, dejar esa zona tal cual. Ridículo, ¿verdad? pues es más probable que decidan una de las dos últimas. Es curioso cómo el cuerpo mega atlético de gimnasio se vende socialmente con la excusa de la salud, pero luego no es capaz ni de protegerse del sol. Os recomiendo que os fijéis este verano.
El ritual de darse crema juega una mala pasada a la masculinidad porque requiere dos cosas que la masculinidad no soporta: el contacto entre hombres y el cuidado, la protección. Y encima, en un espacio lleno de gente a punto de juzgar tu hombría.
Multitud de estudios indican que, en general, los hombres se dan menos protector solar que las mujeres, lo que repercute en su salud. Todo por no ser capaces de darse crema. La masculinidad patriarcal es incapaz de dejarnos tocar un cuerpo sin sexualizarlo. La razón por la que los hombres no se tocan los cuerpos unos a otros es porque para ellos el hecho de tocar un cuerpo es el preludio de algo sexual, es en sí un acto sexual. Y extender crema en la espalda de un amigo, a los ojos de los otros, puede ser visto como un síntoma de homosexualidad. Un milímetro de feminización —de lo que socialmente se ha enseñado que es ser una mujer— en tu interacción con el mundo y ya te puedes olvidar de ser un verdadero hombre.
En la jaula patriarcal la afectividad entre hombres heterosexuales está culturalmente prohibida, bajo la atenta mirada del resto de hombres que si atisban cualquier acercamiento cariñoso caerá sobre ti algún apelativo que ponga en duda tu identidad masculina. Echarse crema supone una confrontación porque es un acto que requiere ser cuidadoso, tocar nuestras pieles profunda y tiernamente. No existe la opción de hacerlo a lo bruto, que es como se hace cualquier comportamiento masculino que precise contacto físico con otro hombre. Un abrazo o un saludo entre hombres siempre se hace de forma corta —mucho rato o hacerlo cariñoso te pone bajo sospecha—, un choque de palmas se hace bien fuerte, un apretón de manos te deja casi sin falanges… Pero echar crema no, el contacto que requiere debe ser mínimamente prolongado y con ternura, además de ser un acto de cuidado a otra persona, por lo de protegerla frente a la peligrosidad de los rayos de sol. Lo absurdo que es que prefiramos ponernos en riesgo a que otro hombre nos toque. La masculinidad nos enseña que el contacto entre hombres debe realizarse desde la violencia, causándonos daño de alguna manera. El dolor, aguantar el dolor, es una prueba de virilidad porque muestra al mundo autocontrol, entereza y fortaleza. Lo importante no es que lo seas de verdad, si no que lo parezcas ante el resto. Y el ritual de la crema, en una playa llena de gente, con un círculo de amigos observando, te deja en evidencia.
¿Alguna vez has pensado quién te da o te ha dado la crema en la espalda en la playa o en la piscina? De forma general, entre hombres heterosexuales no se la dan entre ellos si hay también una mujer alrededor, sea esta su madre, amiga o pareja. Y si se la dan será rápido, sin tocar más de lo necesario, o con alguna broma de por medio para rebajar la tensión homoerótica.
La constante sexualización de los cuerpos que hacen los hombres les impide tocarse sin sentirse incómodos. Los masajes, las caricias, las cosquillas… cualquier demostración de afectividad corporal está sexualizada y, por tanto, no puede realizarse con otro hombre. Solo puede hacerse con una mujer y, además, que esa mujer sea tu pareja.
Echarse crema también puede ser una reivindicación política. Imagínate una playa sin un:
– ¿Me das crema?
– Cuidado, no te vaya a gustar.