El que escribe estas líneas se ha dedicado toda la vida a bailar folklore. Ha dedicado horas y horas de viaje para bailar; toda su infancia, adolescencia y parte de su adultez. Recuerda de pequeño sentir la presión de la masculinidad sobre los hombros, haciéndose más hombre en determinados contextos. En casi todos, de hecho: con los compañeros de clase, con grupos de tíos por la calle, con miembros de la familia. Pero también recuerda lo liberador que le resultó siempre bailar bailes regionales.
Nos encontramos en un momento de confusión entre los desvirtualizados conceptos urbe, progreso, modernidad y libertad. Llevado a la práctica han supuesto para varias generaciones pensar que salir primero del pueblo y después de las pequeñas y medianas ciudades era sinónimo de progresar, sea lo que sea eso para un sistema que relaciona directamente progreso y productividad.
El capitalismo, que encontró en su expansión la gran ciudad como símbolo propio, como gran nicho cultural en el que poder ofertar y vender todo, nos ha obligado también a las personas LGBT a mirar en una sola dirección, nos ha convencido de que lo marica (utilizamos el término marica para reivindicarlo como político, dejando de lado homosexual como concepto medicalizado y gay como capitalista) es moderno y si hablamos de moderno solo puede ser en una ciudad. Existe lgbtifobia en todos lados, tanto en aquel pilón al que tiraban al maricón del pueblo en los años 90 como en 2024 en un restaurante que pone una pegatina arcoíris en su escaparate. En una, por castigar cualquier disidencia y, en otra, por utilizarla. Pero en ambas se restringen los espacios en los que podemos existir.
Tenemos que mirar atrás. Tenemos que denunciar dónde no nos han dejado ser, pero también dónde hemos sido con entidad propia. La homofobia y la misoginia no es exclusivamente rural, como algunas personas intentan transmitirnos.
Igual que gracias a trabajos como el documental Dolores, Guapa, donde se muestra el mundo de la Semana Santa, particularmente del sur, como un espacio de cobijo LGTBI, silenciado pero visible, recuperar nuestra memoria colectiva es también reconocernos sin complejos. Porque lo marica no nació en Chueca y aún nos faltan muchas libertades por conquistar.
No significa esto negar la homofobia existente en el mundo rural, pero es innegable que el folklore, vinculado a la ruralidad y la tradición, ha sido un sitio seguro. Pero ¿por qué esta relación? Recuerdo de adolescente viajar a muchos lugares a bailar. Daba igual si el otro grupo era gallego, catalán, andaluz, aragonés, extremeño, castellano o vasco, siempre había diversidad sin complejos. Aquella elección como opción de actividad extraescolar me blindó, sin saberlo, un lugar seguro, visto no como un espacio en el que sobrevivir, sino en el que poder existir y que, además, ha forjado quién soy.
Estamos en un buen momento para virar nuestra mirada de dónde no nos dejaron, en espacios como el fútbol, a darle valor a dónde sí hemos estado asociados. Con lo rico que es el folklore en este país, hay que dejar de aplaudir a las empresas que ponen una bandera en sus redes sociales el mes de junio para rentabilizarse con nuestra identidad sin ni siquiera respetarla, y aplaudir una jota, un charro, un fandango, una tonadilla o una muñeira. No es que sea más nuestro, sino que es de verdad, lo otro es un espejismo. Lo marica no tiene que salir al mundo porque siempre estuvo en el mundo, aunque no lo viéramos.
Lo LGTBIQ+ de este país tiene mucho que ver con el folklore. Grupos de bailes folklóricos, asociaciones de danza, costura tradicional, grupos etnográficos, romerías… Los maricas participando del folklore en primera línea, siempre. El folklore es principalmente una performance. El marica que cosía, que bordaba, que bailaba, que cantaba, que vestía a las demás, que presentaba, que tocaba la pandereta que daba gusto. Que movía las manos, libre. Eso sí que es libertad en un mundo que ni nos dejaba ni nos deja menearnos de la hombría viril. Sin embargo, los grandes eventos folklóricos del mundo los siguen gestionando señores en traje, siendo el traje la performance de la masculinidad patriarcal.
Las tradiciones se han repartido en dos direcciones: lo vinculado con la violencia ha sido ejercida casi en exclusiva por hombres, como los toros o la caza y la tradición folclórica ha sido capaz de acoger a todo el mundo. Bailar, cantar o coser siempre ha estado vinculado con la feminidad; los cantares, las leyendas y las historias se mantenían vivas por una tradición oral relacionada con una feminidad comunitaria. En la feminización de la tradición no violenta folklórica encontraron seguridad muchas identidades, entre ellas aquellos hombres considerados por la masculinidad menos hombres. Pero entonces, ¿es el folklore gay? No es que el folclore sea gay, es que en el folclore los maricas han encontrado un espacio en el que utilizar el cuerpo como herramienta de expresión, algo que la masculinidad ha prohibido siempre a los hombres.
El folklore del sur español consiguió que las mujeres fueran protagonistas incluso en el periodo franquista, y las folclóricas se convirtieron en referentes lésbicos y en divas maricas. El franquismo alzó el flamenco símbolo cultural de España y allí, entre coplas y batas y dándole la vuelta al intento de fascisitarlo, encontraron refugio las disidencias. Por lo femenino, por lo barroco y exagerado, por provocador. Cuántos niños y adolescentes se han puesto en secreto la música de Rocío Jurado, Isabel Pantoja, Marifé de Triana, Concha Piquer o Lola Flores. Quién no se ha dado un pipazo con una amiga, decía esta última, frase que sirvió de normalización lésbica en nuestro país. Yo soy pro-gay, anunciaba La Jurado en una entrevista.
Que se reivindique el folklore también como nuestro ambiente, que no muera, que cambie y se transforme, juegue con el pasado y el presente, que nos una a nuestras antepasadas, a nuestras tierras, a identidades locales, a lenguas que se prometen perdidas. Y que con él sigamos danzando, cantando y tocando la pandereta de forma libre. El orgullo es mutuo.
Y que como proclama Rodrigo Cuevas en Dime, ramo verde:
La jodida maravilla que es la vida te hará ver que tú no tienes que cambiar, porque amar es el verbo de los valientes y en el odio solo hay miedo a los demás. Ahora yo quiero decírselo a la cara a aquel que nunca quiso empatizar, a aquellos que miraron pa’ otro lado y a aquel que no deja ni ser ni estar.
Manuel, siempre te digo lo bien que escribes y lo que te admiro. Hoy quiero desear que, en el menor tiempo posible, dejen de necesitarse este tipo de artículos. Es verdad que en el folklore habéis logrado darle la vuelta a algo que olía a naftalina, caspa y fascismo y lo habéis convertido en un asidero para la danza de libertades y el color diferente, os lo alabo pero creo, tristemente, que estas conquistas siguen siendo pequeñas batallas ganadas y muy poco apreciadas ante lo agotador y la herrumbre capitalista. Seguimos mejorando, poco a poco. Mi deseo, desde mi machismo y mi constante lucha contra él, que entre todas y todos confluyamos en el amor, el gran desconocido de este tiempo.