No, la masculinidad no es violenta por naturaleza, pero la violencia sí es una de las características que se ha enseñado insistentemente a los hombres sobre cómo deben ser para encarnar la hombría. Actualmente son muchos los hombres que no están dispuestos a seguir los mandatos de fortaleza, valentía, seguridad, autonomía, heterosexualidad o violencia que ha marcado la masculinidad patriarcal. O la igualdad se convierte en parte de la agenda de mujeres y de hombres o no se logrará. Las Masculinidades Violetas quieren reflexionarse, transitar, mirarse dentro, fuera y a los lados, abrazarse y evolucionar, superar roles, mitos y estereotipos de género que limiten o vean las conductas feminizadas como otredades que hay que evitar. El camino es difícil, pero merece la pena dejar un mundo más justo socialmente.
Ahora, para ponernos en contexto, vamos a hacer un ejercicio de imaginación: pensemos en aquellas peleas de patio en el colegio, en reyertas callejeras, en bandas, en una demostración de ira de un puñetazo contra una pared, en guerras entre países, en terrorismo, en violaciones. Cuando pensamos en todo ello, ¿qué cara le ponemos a las personas protagonistas? Supongo que ya sabréis por dónde voy. Toda esa violencia tiene rostro de hombre, y no es casualidad.
Cuando los hombres no demuestran que son (o que podrían ser si quisieran) violentos se cuestiona su hombría y son señalados. Los chicos no lloran, tienen que pelear, decía una conocida canción de los 90: cuando éramos pequeños y se daban peleas en el patio del colegio, a las chicas se les dejaba llorar, expresar sus emociones y se les decía que las cosas se arreglan hablando, pidiendo perdón, siendo una buena chica; a los chicos se les decía que tenían que defenderse, estar preparados (para lo que se te viene como hombre en la vida adulta, supongo que querían decir), ser unos machotes, pelear. ¿Recuerdas cómo se hacía? Ellas tiraban del pelo, arañaban, mordían y ellos se reían de esa forma de pegarse porque era blanda (pegas como una niña); ellos daban puñetazos, patadas, pegaban de verdad. Y lo más importante y simbólico: ellos perdían el orgullo (de hombre) si perdían el combate, quedaban tocados. A esto nos referimos cuando hablamos de socialización de género diferenciada desde bien temprano.
La violencia masculina nos ha perseguido y ha servido para definirnos ante nosotros mismos, ante el círculo más próximo, ante la sociedad y ante las mujeres. Hasta hace pocas décadas, para hacerte un hombre de verdad tenías que ir a la mili a aprender a luchar. Los hombres han sido, además, paternalistamente protectores con las mujeres para demostrar esa hombría: recuerda esa típica situación en una discoteca, en la que nadie podía tocar a su chica o le reventaba el cubata en la cabeza; que nadie la mirase o ese protector se encendía. Y claro, al final, de interiorizar que es suya, de su propiedad, le acaba diciendo que no se ponga esa falda, que provoca. La realidad es que entendía perfectamente que los otros chicos la mirasen porque “los tíos no pueden controlar sus instintos”, están a la caza. Él es uno de ellos y sabe cómo se comportan los demás. En el imaginario social ha crecido la idea de que, si ellos no pueden controlar ponerse cachondos perdidos y actuar para satisfacer esas necesidades pero las mujeres sí pueden controlar lo que se ponen… la culpa es de ellas: no provoques o entonces te lo ganas. Y entonces ella se convierte en una puta guarra. Porque el salido lo es por naturaleza, la guarra por decisión, por pura maldad femenina. Si es que son todas iguales.
La violencia masculina se ejerce contra muchos objetivos y sirve para mantener el poder y el orden patriarcal: contra otros hombres, con la intención de dejar claro que se es más fuerte; para castigar a los hombres que son menos hombres, medio hombres o recordarles que se están alejando de ello (maricones) y delimitar así una gradualidad de masculinidad; contra las mujeres por el hecho de ser mujeres, seres inferiores incapaces de llegar a la racionalidad masculina; contra sí mismos cuando se ponen en peligro en su constante demostración de virilidad (no hay huevos de hacer X) con la consecuente frustración que conlleva; contra los animales; o contra el propio planeta.
Hemos de actuar para separar de una vez masculinidad y violencia y hemos de atender a toda la parte simbólica que sustenta lo que parece ser un binomio, para desligarlo.
“No todos los hombres son violentos – Not all men”, “las mujeres también son violentas, pero de otra forma”, “la violencia no tiene género” … Este tipo de frases se pronuncian muy a menudo para separar masculinidad y violencia, pero los datos dicen lo contrario: el 95% de los homicidios en el mundo son cometidos por hombres; un 93% de las personas que están en prisión en todo el mundo son hombres, mientras que en España es un 92%.
Esta sección tratará de desgranar diversos aspectos relacionados con las masculinidades, con los hombres y su construcción de género, con todo el esbozo que se ha realizado en los párrafos anteriores. El nombre es claro: el objetivo es pasar de masculinidades violentas a violetas, porque el feminismo debe ser el espejo en el que nos miremos los hombres para preguntarnos quiénes hemos sido, quiénes somos y quiénes queremos empezar a ser.