La historia está llena de conflictos bélicos y, de hecho, el primero en ser documentado se sitúa hace 4.500 años, entre las ciudades sumerias de Lagash y Umma. La Historia, tal como nos la han contado en los libros de texto, muestra las guerras como hitos, como sucesos de los que sacar una lección, como momentos prácticamente inevitables para lograr un posterior progreso.
En un momento en el que -en principio- las acciones encaminadas a lograr la igualdad de género están en alza y se están consiguiendo avances, las guerras constituyen una férrea oposición y un freno a las políticas de igualdad. En tiempos de guerra, como si de un deber ser natural se tratara, los hombres luchan, piensan y ejecutan. La masculinidad se alza como “salvadora”. Mientras, las mujeres cuidan, curan y mantienen la natalidad sin reconocimiento. Los roles de género se nos enquistan a la máxima potencia, justificando el orden patriarcal.
Pareciera entonces que los avances que se consiguen en tiempos de paz fueran un juego o una ilusión. La socialización de género en tiempos de paz o relativa paz sigue preparando a los hombres para que estén listos, por si acaso. Revisar la guerra con perspectiva de género es crucial porque, si bien las guerras han cambiado de forma, no ha variado ni un ápice el rostro de quien las lleva a cabo.
¿Tiene la guerra género?
Responder a la pregunta ¿tiene la guerra género? nos sitúa en un laberinto con multitud de pasadizos. Es evidente que la guerra tiene perfil masculino porque en su gran mayoría quien la planifica, quien se envalentona, quien la defiende, la ejecuta o se convierte en héroe, mártir y excombatiente, son los hombres. Por lo tanto, a priori, diríamos que sí. Pero si respondemos que sí, podríamos estar justificando que así siga siendo, casi afirmando los argumentos biologicistas de la fuerza, la jerarquización, la autosuficiencia y la superioridad masculina inherente.
Para no caer en esencialismos, responderemos que la guerra no está en la naturaleza de los hombres, sino que éstos son socializados y entrenados para ello. Al género masculino se le prepara, desde la niñez, para ser un potencial combatiente: supresión de las emociones, juegos y videojuegos violentos, adoración a héroes de guerra y superhéroes que salvan el mundo de la maldad de “otro”, respeto a la jerarquía, conquista de espacios y cuerpos… Un niño aprende que manejar un arma para matar es la cosa más normal del mundo. Y ve que quien la empuña, es otro hombre.
La masculinidad y la feminidad se han construido sobre pilares antagónicos. Esto no significa que no haya mujeres militares, mujeres soldado, mujeres que planean y ejecutan actos bélicos -como, por ejemplo, las combatientes del Reino de Dahomey, o la conocida participación de las mujeres en el ejército soviético en la II Guerra Mundial-, pero las mujeres combatientes suponen aproximadamente un 1% de todas las guerras habidas.
Retomando la premisa anterior, las mujeres no son esencialmente pacifistas. Los valores asociados a la feminidad promovidos desde la niñez como la empatía y el cuidado sí son contrarios a la guerra y la violencia.
El imaginario bélico refuerza el sistema patriarcal: héroes y víctimas
La imagen estereotípica de un guerrero es la de un militar empuñando un arma; un hombre vestido de verde oscuro que corre tiroteando a diestro y siniestro. No pensamos en las víctimas, y si lo hacemos, diferenciamos dos tipos: la figura ensalzada del excombatiente, el valiente soldado que ha luchado por los suyos y que vuelve con los suyos, que ha visto a amigos morir en el frente, que ha dado su vida y que es un ejemplo que seguir. Y las mujeres y los niños y niñas como ese conjunto de seres vulnerables que han de ser salvadas por los hombres y por los estados y naciones, quien ostenta el poder en el mundo.
La guerra tiene mucho que ver con el poder: la conquista de territorios, la dominación de culturas, cuerpos, sociedades, datos, posiciones geográficas estratégicas…, se disputa con violencia y todo ello es cultural, no biológico.
El constante intento científico de descubrir diferencias entre los cerebros de los hombres y de las mujeres es un intento -fallido- de justificar la desigualdad. Se habla de la testosterona, de la fuerza física o de la mayor corporalidad como justificación masculina de la guerra. Pero, empuñar un arma no requiere una diferencia biológica, ni manejar bases de datos en un ordenador para hackear sistemas tampoco. Los estudios evidencian, además, que las mujeres que combaten lo hacen al mismo nivel que los hombres. Si el arte de la guerra es la estrategia, la desigualdad no es biológica, sino una cuestión de género.
Las mujeres, en las guerras, son las caras menos visibles porque su función es ser-para-los-otros. Su rol es el de enfermera, cuidadora, madre, novia que espera o prostituta. Las mujeres han sido objeto de violaciones y prostitución forzosa y lo siguen siendo, o como botín de guerra. La violación a mujeres del bando enemigo se utiliza como un instrumento de humillación para los hombres, de pérdida de propiedad, un crimen de honor y una derrota por no haber sido capaz de proteger lo tuyo. Los cuerpos de las mujeres se conquistan como parte del territorio de los hombres. Se deshumaniza como ente propio.
El poder de la socialización de género
No, los chicos no son violentos por naturaleza, sino por cultura. La adrenalina y la disciplina que se imprimen en el entrenamiento para la guerra no son condiciones sine qua non de un cuerpo masculino. Si así fuera, no tendríamos ejércitos que se dedican a instruir intensamente a sus miembros para que estén preparados. De ser así, un hombre por ser hombre, al alcanzar la etapa adulta, estaría listo para matar, para conquistar. Pero no es así.
La sociedad patriarcal prepara a los niños varones para que les gusten los juegos de guerra, vean violencia y se recreen en ella; manda a los adolescentes al servicio militar o se inventa ritos de paso vinculados, crea fratrías jóvenes llenas de fronteras de género incapaces de cruzar por el posible señalamiento de ser un traidor, un emasculado simbólico; adoctrina haciendo que las armas den morbo cazando en el campo o matando a otros hombres terroristas en videojuegos; instruye en el poder de la masculinidad confundiendo sexualidad con violencia o protección con dominación. Y, cuando de adultos, se convierten en soldados y van a la guerra, se premia con la condición de héroes a aquellos mismos que soñaban con ser de niños cuando iban al cine o leían un cómic.
Lo que nadie enseña son las verdaderas heridas de una masculinidad castrense: el miedo, la vulnerabilidad, el trauma, el dolor, ese que sí es inherente e inevitablemente humano. Nadie está preparado para escapar a su condición humana, que son las emociones, por mucho que se hayan reprimido durante años de durísimo entrenamiento. Por mucho que te digan que lo has hecho muy bien mientras te dan una palmada en la espalda, ningún estado, nación o pueblo puede seguir pidiendo que se de todo para nada. La Masculinidad Violeta renuncia a la guerra como forma ética y política de ser un hombre. Entiende que la valentía no es tratar de hacer algo que cause sufrimiento a múltiples niveles, sino ser capaz de pararlo, de hacer el bien. La Masculinidad Violeta abraza la paz siempre.
Socializar para la guerra, buen tema sobre el que poco se habla. Cada quién tiene su rol, y nadie es libre de ser quien realmente es.