Rigoletto fue una de las óperas más controvertidas de su tiempo. Giuseppe Verdi pidió a Franceso Maria Piave adaptar un libreto basándose en la obra teatral de Victor Hugo Le roi s´amuse. Por primera vez, un personaje no normativo era el protagonista en una ópera: Rigoletto, el bufón, el jorobado, el “deforme”, el que representa “lo feo” y al que le quitan de todo lo “humano”. Se terminaba la cultura y la estética del clasicismo y comenzaba así la época romántica.
Lo curioso, es que esta ópera no sorprendió por su argumento: varones performando su virilidad y abusando de una mujer, signo clarísimo de cómo en el silgo XIX la violencia contra las mujeres contaba con una total naturalización y legitimación social, sino que en su estreno el 11 de marzo de 1851 en La Fenice de Venecia lo que indignó (o, mejor dicho, lo que interpeló) al público fue ver a un bufón jorobado como protagonista.
Algo similar pasaba este mes en el estreno de Rigoletto en el Teatro Real de Madrid, cuando tras finalizar la obra el público decidió mostrar su gran disconformidad con la representación. Qué les estaría interpelando tan profundamente en su ser para tener esa reacción tan básica. A estas alturas de la historia, que el protagonista sea un bufón jorobado no interpela a casi nadie, pero ¡ay!, ¡cuidado! algo se mueve como dentro, como en las tripas, cuando lo que se cuestiona es la legitimación de un abuso a una mujer. Estás…las del consentimiento, dirán algunxs, a ver si se les pasa la moda de una vez.
Y es que para entender esta reacción tan primaria hay que conocer que, en el nacimiento de las sociedades modernas occidentales en silgo XVII, de las que nuestros sistemas son herederas, se desterró toda violencia como forma de resolución de conflictos menos una: la violencia contra las mujeres que, incluso los pensadores más progresistas de su tiempo, defendieron con extrema arrogancia.
Este Rigoletto con Miguel del Arco, muy conocido por Jauría, a los mandos de la dirección de escena, consigue representar de forma explícita este hecho. La novela estaba clara: el apuesto Duque que seduce a una joven, bella y frágil mujer, el bufón que anima y promueve al Duque en su conquista, la bella y frágil mujer que se enamora y se entrega al Duque, el bufón que, como consecuencia de sus actos “malvados” es maldecido por las personas normativas que detentan el poder, acude al auxilio de un sicario para matar al Duque y busca consuelo en lo único bello de su vida: su hija, a la que decide proteger reteniéndola en casa, la maldición al bufón que termina con el rapto y muerte de su hija que resulta ser la joven, bella y frágil mujer a la que seducía el Duque. Como resumen básico. Lo que hacía falta era alguien capaz de ver que esto no está bien y que el argumento de esta ópera y su representación en el siglo XXI es otro, debe ser otro.
A nivel musical, la ópera es impecable, pero es que a nivel escena se ha superado con creces. Lo que más llama la atención es la representación de dos universos u órdenes simbólicos, como decía la filósofa Celia Amorós, completamente opuestos: el de los iguales, que se corresponde con el de los varones con derechos, y el de las idénticas, el de la mujer como concepto estático y homogéneo.
El Duque no está sólo en escena, cuenta con su propio coro: un coro patriarcal, de machirulos con capa negra y antifaz de conejo que rodean, persiguen y jadean a la joven, bella y frágil mujer. El contrato sexual de Carole Pateman hecho escena. Os prometo que da miedo.
La joven, bella y frágil mujer que, por cierto, se llama Gilda, también cuenta con acompañantes. Y esto es lo más espectacular de toda la obra y tiene, bajo mi punto de vista, una doble lectura. Primero, esas acompañantes a veces aparecen vestidas iguales, cabizbajas, actuando como marionetas, es decir, representando el orden simbólico de las idénticas. Y, segundo, a veces aparecen representadas como la manada de Gilda, en una gran alegoría al: si nos tocan a una, nos tocan a todas.
Otra de las cosas más interesantes es que, en ese orden simbólico de las idénticas, las mujeres no performan discretas, sino que representan lo que nadie quiere ver. De ahí esa interpelación al público cuando las no-mujeres, más allá de la imagen virginal (aunque también deseosa de placer) de Gilda, se convierten en las protagonistas de una ópera del Real. Cuando unos desnudos, cuando una ropa sexy, cuando un movimiento de twerking y cuando la prostitución y el abuso se representan e interpelan al patriarcado, al orden natural de las cosas.
El vestuario y la coreografía son las grandes aliadas para construir esta realidad. “La donna è mobile” se representa en una taberna con sillas y mesas de plástico, mujeres prostituidas con abrigos de pelo de colores, pelucas y tacones de infarto rodeando el local tiradas en el suelo performando relaciones sexuales, mientras que Maddalena, la hermana y cebo del sicario vestida como Amy Winehouse, cae rendida a los pies del Duque en un claro movimiento de penetración. Pura fantasía Rigoletto 4.0.
La sesión a la que yo fui, por suerte, estaba llena y contaba con un público entregado. Como ante cualquier muestra artística, cada cual es libre de decidir como lee la obra, pero habría que estar muy ciegx para no admitir el gran esfuerzo y (re) pensamiento que el montaje y preparación de esta ópera ha tenido. Brindo por muchas más deconstrucciones.