Cuando la masculinidad se siente interpelada por el feminismo, reacciona. La reacción contra la igualdad ha sido una constante durante toda la historia. El sufragismo tuvo importantísimas reacciones en contra de los derechos al voto de las mujeres, así como la liberación de las mujeres del espacio privado, su incorporación al ámbito productivo, los derechos sexuales y reproductivos y todas las reivindicaciones de la historia del feminismo. Cada avance feminista, reacción patriarcal. Cada ola, contraola.
La masculinidad hegemónica es camaleónica, va serpenteando, camuflándose para invisibilizarse. Al no ser estática, cambia todo para permanecer, para que nada cambie, como bien explica la paradoja del gatopardismo.
La masculinidad, a lo largo de la historia, no ha estado definida por las mismas características, sino que se ha ligado a diferentes cualidades: la caballerosidad, la rudeza, el tesón, la fortaleza, la militarización, la persistencia, la metrosexualidad, el éxito en la conquista sexual, el dinero… y se ha vestido de múltiples maneras, colores y formas (la estética de Luis XIV y la de David Beckham no tienen nada que ver). Lo definitorio es la consideración de dichos cambios como superiores a los que en cada momento histórico han definido la feminidad para, así, conservar el poder (el poder ligado al absolutismo político del siglo XVI no es el mismo poder que el del dinero consumista, la fama y el culto al cuerpo de principios del XXI). Cada cosa a su tiempo, la historia y sombra del patriarcado es larga. En el siglo XXI estamos inmersos en un contexto de cambio y, por eso, hay que fijarse mucho hacia dónde vira la masculinidad. La hegemonía solo implica poder, cambia en cuanto a la forma de conseguirlo.
Ha cambiado la estética de quien critica las políticas de igualdad, pero la argumentación sigue los mismos elementos: nostalgia hacia un pasado en el que el progreso sí fue revolucionario, al que hay que volver, y que articula un lenguaje que cuestiona el progreso actual: “ya nos estamos pasando”, “ahora ya no se puede hacer nada, ofendiditos, estáis imponiendo una cultura de la cancelación” … y tantas otras estrategias que vinculan la diversidad a una ideología totalitaria porque no se concibe que exista otro mundo que el que el patriarcado ha construido. La nostalgia al pasado es un vértigo al futuro.
Los hombres viven el cuestionamiento de la masculinidad como una crisis identitaria, y reaccionan. Algunos reaccionan autocuestionando su género y, otros, atacando no al patriarcado y a las secuelas que deja en la forma de vivir masculina, sino a los feminismos y a las mujeres.
La argumentación es la misma: las mujeres quieren quedarse con todo, engañarnos y manipularnos, porque en realidad (y con ello volvemos al esencialismo de siempre), son malas, perversas. Así se presenta la primera gran estrategia social y política: convertir a los hombres en las víctimas reales.
Si en los 70 el discurso era que si las mujeres salían al mercado productivo los hombres se iban a quedar sin trabajo, y los niños y los ancianos descuidados, hoy el razonamiento es que ellos son víctimas de las denuncias falsas, de no poder ejercer la paternidad y de no tener sexo. El discurso neutraliza los avances, desestructura el sistema y, además, refuerza estereotipos: acentúa el mito de las mujeres como seres manipuladores, los hombres como esos pobres seres, fáciles de engañar, a los que les jodes la vida para siempre por algo sin importancia. Frases actuales como “hay que llamar a un notario para tener sexo”, “cuidado con lo que haces no te vayan a denunciar”, “si encima ellas van provocando”, “lo del feminismo ya está yendo de castaño a oscuro” se convierten en tácticas para cuestionar el discurso de las mujeres y las políticas de igualdad, restando importancia social a las agresiones sexuales para quitarle la carga sistémica. Esto, a su vez, refuerza el mito de que las mujeres deben estar controladas porque, si no, se vuelven locas, histéricas por sus emociones. Así, se vuelve al argumentario de que la mujer provoca, por lo que en muchas ocasiones se tiene ganada la violencia. La frase “es que ahora todo es violencia, ya no se puede hacer nada” resume bien el fin: toda violencia se puede justificar y, por tanto, nada lo es.
La segunda gran estrategia es individualizarlo todo, quitar la carga social del sistema y unirlo al neoliberalismo. Así se presentan argumentos como “no maltrata un hombre, maltrata un maltratador”, “no es un hombre, es un monstruo”, “era un loco, un enfermo”. Si eliminamos la construcción de la masculinidad como principal problema, eliminamos el género como foco al que dirigirnos y, por tanto, contextualizamos cada situación fuera del sistema. El alcohol, una enfermedad mental o la creación de perfiles de víctima y de victimario ayudan a desterrar la idea de las relaciones de poder en el género y niega la mayor: la existencia del patriarcado.
Para cambiar y que nada cambie, el fondo tiene que seguir: la masculinidad como poder, la separación de lo masculino y lo femenino y una nueva estrategia: la utilización de la equiparación de víctimas del patriarcado por igual a hombres y mujeres (la prostitución masculina se vende como equiparable a la femenina o se dice que los hombres también son objetos sexualizados en la publicidad…).
Las políticas de igualdad, en todo este entramado reactivo patriarcal, en vez de logros se presentan como fracasos (sigue habiendo violaciones, por ejemplo), y entonces cala el discurso de que el problema no está en la desigualdad. Como estamos viendo actualmente, estas posiciones hacen críticas no a una gestión concreta del Ministerio de Igualdad, sino a la propia existencia de este, al que se tacha de chiringuito y se critica cualquier dotación económica, restando con ello la importancia de la implantación de las políticas de igualdad en nuestro país. En todos estos mensajes en contra, hoy no importa el qué, importa el cómo, las formas, el mensaje, no el contenido. En época de posverdad, la verdad no tiene cabida si no se capitaliza. ¿Ha llegado la pos-ética para quedarse?