La violencia es la herramienta utilizada por los sujetos hombres para mantener el poder en la masculinidad. Y este poder es, en esencia, la práctica de la desigualdad de género que estructura el patriarcado como sistema. Así lo evidencian cifras como estas: el 92% de personas en prisión son hombres y también suponen el 90% de los homicidas. La búsqueda de poder es la constante
masculina a lo largo de la historia, teniendo el poder multitud de variantes que van moldeándose para permanecer. Ahí está el poder simbólico, el invisible, el difícil de eliminar. Existen variantes de clase, orientación, etnia, procedencia o momento histórico, pero a todos los hombres se les educa desde una óptica y con una expectativa patriarcal.
El poder político, territorial, religioso o cultural y, en el actual sistema capitalista, el éxito ligado a la acumulación de dinero y bienes materiales ha definido la forma de ser masculinizada. La lucha entre hombres por conquistar espacios, cuerpos y territorios ha definido, incluso, la narración de la historia, relatada siempre androcéntricamente. Así lo demuestra cualquier libro de la asignatura de Historia en la Educación Obligatoria, donde se observa que la mayor parte de los acontecimientos contados como importantes o vitales para el curso de la historia, tienen como puntos de inflexión violencia masculina. Da igual el arma utilizada: tanques, lanzas, armas nucleares, espadas, flechas, datos informáticos… La mano que las usa siempre es la rudeza masculina.
A los hombres se les enseña que la masculinidad solo se adquiere si se demuestra, principalmente ante otros hombres. Por ello deben manifestarla constantemente, desafiando a sus semejantes para validarse a sí mismos. Es por ello por lo que los hombres están en constante rivalidad y competencia. Frases como “no hay huevos” en las que se retan a cometer riesgos para demostrar lo
hombres que son; hombres defendiendo a sus parejas como si fueran su propiedad; hombres echando pulsos demostrando lo fuertes que son; hombres pegándose en un bar, en un estadio,
en la calle, midiendo su hombría ante la hombría de los otros con la marca y velocidad de su coche o moto, con la longitud de sus penes, con la belleza y juventud de sus mujeres, con el trabajo y el salario, con las fuertes palmadas en la espalda al saludar a un amigo, con las conquistas sexuales, con la ridiculización de la hombría de un colega, con aguantar lo máximo posible el alcohol… En definitiva, hombres demostrando que son capaces de cumplir los mandatos de la masculinidad hegemónica: valentía, fortaleza, autonomía y éxito. Poder.
Una estrategia personal requiere reflexionar sobre la masculinidad que ejerce uno mismo. Preguntarse si se trata igual a hombres y a mujeres en situaciones cotidianas, si se saluda igual, se toca igual o se habla igual. Recordar si nos hemos encarado a otros hombres y por qué y si lo hemos considerado cuando la contrincante era una mujer, sintiéndonos superiores en ese caso. La violencia nunca debe mediar en nuestra forma de socializar. Si es así, justificarla y/o utilizarla se convierte en una opción válida.
Una masculinidad violeta cuida también de otros hombres, practica una homosociabilidad afectiva y una emocionalidad abierta. Abraza, empatiza, muestra sensibilidad, cariño. Fomenta la paz entre hombres: personal, comunitaria, política, social y culturalmente.