
Hablemos del verano, para muchas personas la mejor estación del año. El verano son esos meses de descanso en familia, de fiestas, de amores de película, de barco, de belleza natural… Para algunas, el verano tiene esta definición. Para muchas otras, en cambio, el verano es un confinamiento diurno: la época de trabajar y partirse el lomo para financiar los estudios del invierno, el momento de compararse y creer que eres la única que no tiene una casa en Ibiza o en Jávea.
Sé que es un comienzo rocambolesco y contradictorio. Personalmente adoro el verano, pero sí creo que está muy idealizado y que nadie habla de lo que ocurre entre bambalinas, que es mucho. El verano puede y suele ser increíble: la vida se vive a otro ritmo, lento y a la vez muy intenso, disfrutando de todo :de las travesías en coche, de los atardeceres, de las verbenas del pueblo, de todas las frutas estivales. Pero no se nos debe olvidar, o mejor dicho, no debemos obviar la otra cara de la moneda: la comparación, las inseguridades, el querer llegar al moreno perfecto, el “FOMO”, la ansiedad estival y el querer estar en todo sin disfrutar realmente de nada.
No quiero ser aburrida ni venir a hablar solo de lo malo, no es mi intención. Pero creo que visibilizar lo imperfecto también es un acto de solidaridad: sirve para que quienes lean esto respiren y sepan que no son las únicas que lo han sentido. Yo, por ejemplo, soy una mujer corpulenta, de hueso grueso, y no me escondo. Vivo con la esperanza de que un buen día mi cuerpo cambie y que, de repente, encaje en los estándares de belleza. No creo tener la autoestima baja y acepto mi condición de cuerpo no normativo, aunque sé que vivo en una sociedad que te hace creer que eres la oveja negra. La teoría de la aceptación es clara, su aplicación… quizás no tanto.
Es por eso que este verano he decidido teorizar un poco el trauma. Porque la delgadez no es solo una moda, es también un símbolo de estatus y privilegio. La cultura pop la ha ensalzado hasta convertirla en sinónimo de perfección, pero… ¿qué hay detrás de esa idea de perfección?
El sociólogo Pierre Bourdieu explicaba que los cuerpos no son solo biológicos, sino que también son sociales. En ellos se reflejan nuestras historias, nuestra clase, nuestras oportunidades. La manera de comer, de moverse, de vestirse o de mostrarse al mundo es un reflejo de la posición que ocupamos en la sociedad.

En este contexto, la delgadez funciona como una especie de tarjeta de presentación. Un cuerpo delgado dice disciplina, autocontrol, “éxito”… pero también dice acceso a recursos. Porque, seamos sinceras, estar delgada no siempre depende solo de comer menos y moverse más: también depende de tener tiempo para cuidarse, dinero para pagar gimnasios o nutricionistas, información, e incluso acceso a ciertos atajos modernos. Ahí entra en juego algo que en los últimos meses ha estado en boca de todos: Ozempic. Este medicamento, pensado en realidad para tratar la diabetes tipo 2, se ha convertido en objeto de deseo porque facilita la pérdida de peso. Y aquí vuelvo a lo que decía: no cualquiera puede conseguirlo. Su precio es alto, su disponibilidad limitada y, además, sus efectos secundarios no son ninguna tontería. Pero aun así, ha logrado instalarse como símbolo de que adelgazar es posible… siempre que tengas dinero, contactos o el capital suficiente para permitírtelo. La delgadez, entonces, deja de ser solo un ideal estético y se convierte en un lujo. Un privilegio, como diría Bourdieu, al que no todos tienen acceso.
¿Y qué pasa con el verano? Pues que el verano, con su calor que lo desvela todo, nos recuerda esas desigualdades. Mientras algunas personas disfrutan sin pensar demasiado en cómo se ven en bikini o en bañador, otras viven con la angustia de compararse constantemente, de no alcanzar el estándar que aparece en las redes, en la televisión o en los anuncios. Ese estándar que se vende como universal pero que, en realidad, es profundamente social y excluyente. La violencia simbólica de la que hablaba Bourdieu se cuela aquí de forma sutil: creemos que esos cuerpos son el modelo “natural”, cuando en realidad son producto de privilegios, de tiempo, de dinero y, ahora también, de fármacos de última generación. Lo peligroso es que, aunque sepamos que el juego está amañado, seguimos sintiendo que fallamos cuando no nos ajustamos a la norma.
Pero tampoco quiero quedarme en la queja. Porque así como el verano desnuda las desigualdades, también puede ser un espacio para romper estereotipos. Cada vez hay más gente defendiendo la diversidad corporal, más marcas que empiezan (aunque tímidamente) a mostrar cuerpos diferentes, y más personas que deciden vivir su verano sin pedir permiso al juicio ajeno. Y ahí está lo esperanzador: en recuperar la idea de que el verano no es un examen ni una pasarela, sino un tiempo para disfrutar.

Quizá el verdadero privilegio no sea la delgadez, sino la capacidad de ver que es tumbarse al sol, bailar en una verbena o comer un helado sin estar pensando en lo que dirán los demás. El verano debería ser eso: libertad y disfrute. Y aunque la sociedad siga marcando estándares imposibles, somos cada vez más las que decidimos rebelarnos, aunque sea con pequeños gestos. Porque el verano, con sus michelines, su celulitis y sus estrías, debería pertenecernos a todas, sin etiquetas ni comparaciones.