Al terminar de leer todo lo que nos dice la RAE sobre qué es ser mujer, nos quedamos con dos sensaciones: la sexualidad define a la feminidad desde una mirada masculina, y la casa, el hogar, determina lo que el patriarcado espera que sea una mujer decente. Más de la mitad de las acepciones de la palabra mujer son sinónimos de prostituta (mujer de la calle, mujer del partido, mujer mundana o mujer pública), entendiendo prostituta como equivalente a cualquier mujer que tiene sexo más allá de los límites que la masculinidad considera oportunos para las mujeres. El resto de las acepciones hacen referencia a una moralizante y aleccionadora manera de lo que debería ser una buena mujer (mujer de gobierno, mujer de punto) o de cómo no serlo (mujer objeto y mujer fatal) refiriéndose, de nuevo, a la sexualidad. Y no hay más: sexualidad (por y para el hombre) o casa.
Si buscamos la palabra hombre, la cosa cambia. Las acepciones son variadas y diversas, están llenas de heroicidades y conquistas (hombre araña, hombre lobo, hombre de armas, hombre de guerra, hombre rana), de contención de sentimientos para exhibir racionalidad, serenidad y tesón (hombre de barba, hombre de punto), o de evolución como especie (hombre neandertal, hombre cromañón).
En todo caso, lo que más nos llama la atención es la distinción entre lo que se considera hombre público y mujer pública. La ocupación del espacio público se toma adecuada o no en función del género.
¿Cómo insultamos a hombres y a mujeres?
Las palabras sinónimo de prostituta han sido y son insultos hacia las mujeres, siempre relacionados con su sexualidad, a la que se procura encerrar en una jaula. “Puta”, “zorra”, “ramera”, “fulana”, “pelandrusca”, “guarra”, “cerda”… la lista es grande.
Los insultos que se refieren a la feminidad lo hacen en dos direcciones: a las mujeres se les cuestiona su sexualidad y a los hombres se les resta masculinidad, lo que les sitúa automáticamente y como si de algo negativo se tratara, en la feminidad. Es, por tanto, la feminidad, todo aquello que se ha atribuido a las mujeres, el propio motivo de insulto. Una sexualidad femenina considerada exceso (puta, guarra, perra, cerda, pelandrusca) o defecto (estrecha, malfollada) y una masculinidad que, siempre por defecto, tiende a la feminidad (marica, nenaza).
No es solo el significado o la connotación que tiene una palabra como “zorra”, sino que, en general, los sustantivos relacionados con las mujeres o la feminidad suelen tener carácter peyorativo.
A los hombres se les insulta con palabras como “maricón”, “marica”, “hijo de puta”, “gilipollas”, “imbécil”, “subnormal”, “capullo” o “payaso”.
La feminidad, la orientación sexual y la discapacidad son los tres aspectos que más se utilizan para humillar a una persona. Y, si la base del insulto es aleccionar lo que se debe o no se debe ser o cómo se debe existir, esta injuria se convierte en un recuerdo para quien la recibe sobre la normatividad de la que no se puede procurar alejar.
Aquella generación (de hombres, principalmente, puesto que a las mujeres se les enseñaba que decir tacos era una cosa masculina que no le quedaba bien a las señoritas) que ha vivido toda la vida diciendo los apelativos zorra, maricón o hijo de puta, o mandando a que te dieran por el culo como términos humillantes, hoy se echan las manos a la cabeza y se escandalizan cuando escuchan que el culo, la zorra o el maricón se puedan reconvertir en apelativos vacíos de connotaciones negativas, que puedan cambiar para resistir y convertirse en términos de compañerismo y complicidad entre grupos (no) minoritarios, históricamente marginados e invisibilizados. No es que rechacen los términos en sí, lo que les molesta es que su uso no sea lo que ellos construyeron para marginar y negativizar la feminidad, la homosexualidad o la diversidad funcional. Lo que les enrabieta es que las palabras que crearon para humillar hoy dejen de hacerlo porque se quedan sin vocablos para describir el mundo a su antojo y quién es digno o no de habitarlo. Por eso cuestionan la reapropiación del lenguaje.
Lo que les irrita es que se haya llegado al punto de cuestionar toda la estructura, con lo que eso conlleva. Cada mes un debate, cada día un melón abierto. Porque se ha comprendido que el patriarcado está en todos lados y, por ende, cualquier cuestión puede ser analizada con perspectiva de género, y criticada por ello. Seguiremos cuestionando la masculinidad hegemónica como detentadora del poder en cada ámbito, espacio o símbolo que se necesite.
Revisar el lenguaje es vital porque la comunicación es la causa y la consecuencia de la transmisión de las ideas y, por tanto, de las actitudes, valores y comportamientos de las personas.
En las reapropiaciones del lenguaje, las palabras son las mismas pero la intención es muy diferente. Cada contexto cambia: no es lo mismo el “maricón” que escuchó Samuel Luiz poco antes de la paliza que acabó con su vida en 2021, al “maricón” que llama un amigo a otro; -un “maricón” que lo cambia todo y en ocasiones ayuda mucho a sanar una palabra tantas veces escuchada como humillación-. Tampoco es lo mismo que un chico diga “zorra” a una chica por liarse con uno en una discoteca, a que una amiga se lo diga a otra con la confianza y el consentimiento. Y tampoco es lo mismo decir “que te den por el culo” o “que te follen” a decir “PEC” (por el culo), con todas las connotaciones negativas y positivas que conlleva utilizar la penetración anal en el lenguaje.
Tener sexo, follar, en términos insultantes, se ha utilizado como muestra de poder. “Que te follen”, “que te den”, “que te jodan”… la violación se ha utilizado como término humillador para la persona que lo recibe (mujeres y homosexuales). Ser penetrado o penetrada ha sido y es sinónimo de insulto, como una pérdida moralizante de valor, equivalente a ser ultrajado o ultrajada.
Las cajas estancas del lenguaje las aprendemos desde bien pequeños. Cuando éramos pequeños, en el aula de clase, siempre había unas figuras que tenían que ver con el alejamiento de una normatividad irreal: el gordo, la cuatro ojos, el maricón, la bollera. El insulto es la forma de discriminar a lo considerado menos válido en una sociedad que penaliza la diversidad. La feminidad siempre ha sido una de las bases de la discriminación: si te feminizas mucho eres una guarra, una puta y una zorra. Si te feminizas poco, un marimacho. La mujer (niña) perfecta mantiene su feminidad a raya: no se pasa ni se queda corta. Controla su peinado, maquillaje, vestimenta, comportamiento, habla, gesto. La sociedad obliga a las mujeres a que su género esté en el espejo antes de que esté en boca de los demás. Los hombres (niños) construyen su género en el envalentonamiento, es decir, a través de la competitividad con la hombría de los otros, y la rivalidad de ser el mejor hombre posible. Nunca se pasaría por exceso, solo por defecto, cuya masculinidad será entonces puesta en duda y tachado de maricón, término que no solo te “homosexualiza” sino que, y principalmente, te feminiza.
El insulto, cuyo único propósito es la humillación, es agresión y es violencia. Mientras un insulto dirigido a los hombres como “cabrón” (cuya base también ha sido la puesta en duda de la masculinidad, por significar cornudo) sí se ha resignificado recientemente cuando se lo llaman entre hombres (“¡qué pasa, cabrón!”, “menudo cabrón estás hecho”…), las Masculinidades Violetas vacían de contenido peyorativo también los insultos históricamente dirigidos a la feminidad, ya sea a las mujeres en forma de constricción de su sexualidad o a otros hombres obligando a cumplir los duros mandatos de la masculinidad hegemónica.