Al tiempo que muchas mujeres son agredidas, hay hombres agresores ocupando puestos de responsabilidad en diferentes niveles, y mujeres que niegan las violencias machistas y rehusan mirar hacia sí mismas y sus vivencias, tal vez porque un día lo intentaron y no las escucharon o porque directamente les dijeron esa horrible frase de que “los trapos sucios se lavan en casa” o que «así ha sido esto durante siglos y las mujeres tienen sus armas».
El problema de no nombrar —o de nombrar y no ser oída—, ha marcado la vida de muchas mujeres que hoy se hunden en el dolor o han hecho del dolor rebeldía contra las otras, en un intento de supervivencia extrema. Por ello, no se puede atacar con crueldad a todas aquellas mujeres que se mantienen en la violencia sin nombrarla o reconocerla del todo, aun cuando con ello dañen a otras mujeres que se atreven a denunciar o a visibilizar con sus testimonios.
Ser mujer es muy duro, —lo ha sido y lo sigue siendo—, y cada una busca la manera de sobrevivir en un entorno hostil, por presiones familiares, —que se mantienen con diferentes formas y en diferentes sociedades y culturas—, por situaciones económicas difíciles o por violencia vicaria, por esos hijos y esas hijas —que han sufrido manipulación y las critican y desprecian provocándoles un dolor infinito—, porque tienen que mantener trabajos o porque no pueden con tanta presión social, política, económica, cultural o de cualquier índole.
Sólo el día en que las mujeres firmemos nuestro pacto de apoyo y no agresión conseguiremos la igualdad, pero para ello hace falta en primer lugar ganar la conciencia y en segundo perder el miedo. Y podemos perder el miedo porque somos mayoría y porque contamos con un número indeterminado pero seguro de hombres que comprenden que la igualdad es, en primer lugar, una cuestión de justicia y, en segundo lugar, una forma más gratificante de relacionarse. Las relaciones de poder no son satisfactorias para la mayoría las personas.