La mayoría de las violencias son violencias silenciosas, ocurren en el espacio privado y son casi invisibles, y decimos casi porque se ven cuando se quieren ver, porque siempre hay indicios en el estado emocional, psicológico y físico (aunque no haya necesariamente violencia física) de las víctimas. Y porque el comportamiento de los o las menores tampoco es el propio de quienes viven en un espacio de seguridad y bienestar. Pero hace falta voluntad de querer saber y profesionales con la especialización adecuada en violencias machistas que puedan elaborar los necesarios informes y que esos informes sean aceptados y tenidos en cuenta en el ámbito judicial.
Hace ya muchos años que se advirtió de que la violencia de género no son sólo los golpes. Pero son muchas las mujeres que no son escuchadas cuando denuncian violencias machistas no físicas, mujeres que viven procesos largos, duros y amargos, que se arruinan económicamente si quieren estar protegidas en su salud mental (tienen que pagar psicólogas privadas o esperar largo tiempo para conseguir algunas visitas muy espaciadas en el ámbito público); si quieren tener una defensa jurídica verdaderamente especializada (el turno de oficio cuenta con excelentes profesionales, pero ellos suelen contratar abogadas o abogados con experiencia en la defensa de agresores); si quieren tener la seguridad de que el agresor no invadirá su hogar o sus espacios privados o laborales y no se llevará a sus hijas o hijos de la escuela infantil, del colegio, en algún descuido en un parque o con alguna persona de la familia (algunas, las que pueden, hasta contratan a detectives privados).
La violencia de género, pese a la legislación, es una pesadilla para las mujeres que la padecen. Viven en el miedo, en la inseguridad, en el cuestionamiento, en la revictimización, y en el dolor constante e inmenso cuando son madres, porque esos hijos o hijas pueden ser asesinados, pero también manipulados y puestos en contra de la madre por el maltratador y su entorno, o pueden sufrir violencias diversas que ellas no pueden muchas veces denunciar por el riesgo a no ser creídas.
Esto tiene que cambiar. Y tiene que cambiar con un compromiso serio de las instituciones para ponerle fin, con recursos económicos que permitan la formación de todas las personas que intervienen en cada caso, protegiendo a las y los profesionales para que los agresores no las puedan denunciar, y, sobre todo: escuchando a las mujeres y sus necesidades y realidades, porque el problema es estructural, pero cada caso es individual y con características propias.