Trenzar para sobrevivir
Las mujeres, y las menores que en ocasiones las acompañan, son el rostro invisible de la migración. En Nador, último paso antes de intentar alcanzar Europa, Mina sale adelante gracias a una habilidad a la que recurren muchas mujeres negras.
Nador es una ciudad situada a unos 15 kilómetros de Melilla y, para muchas personas migrantes del continente, el último paso antes de jugarse la vida intentando cruzar la frontera ya sea saltando la valla o a bordo de una patera. Pese a que en Nador se concentran cientos, si no miles de personas deseosas de una vida mejor en Europa, es difícil toparse con ellas por la ciudad. Según el informe anual de CEAR, el año pasado se incrementó la vigilancia sobre la población migrante en lugares clave de las rutas migratorias como Nador. Desde la tragedia acontecida el pasado 24 de junio de 2022 en Melilla, cualquiera que pasee por la ciudad rifeña pensaría que por allí jamás ha pasado una persona migrante subsahariana. Pasees por donde pasees, mires por donde mires, sencillamente no están.
Lo que no se ve, no existe. Esa parece ser la premisa del gobierno marroquí en un esfuerzo por mostrarle a Europa que lo tiene todo bajo control. Sin embargo, a veces la necesidad te obliga a arriesgarte. Paseando una tarde por la ciudad me topé con Mina, una mujer senegalesa de 34 años que pasa horas sentada encima de unas cajas de cartón en el suelo a la espera de alguna clienta a la que trenzar. La acompaña su hija de 7 años que pide monedas a los coches que se paran en el semáforo. Para llamar la atención de sus futuras clientas tiene el típico cártel con fotos de peinados, uñas y pestañas postizas que tenemos costumbre de ver cada verano en los paseos marítimos de nuestras playas. Para trabajar solo cuenta con un cartón extra, una bolsa llena de pelo postizo y un peine de púas finas.
“Hace 4 años que llegué a Marruecos. En Nador llevamos año y medio. Vinimos desde Senegal en avión. Llegamos a Casablanca, pero nos fuimos a Rabat donde empecé a vender artesanía africana. Luego trabajé para marroquíes y cuando tuve dinero vine a Nador para cruzar, pero mira donde estoy ahora”, lamenta Mina. Esta ciudad sume a las personas migrantes en un bloqueo indefinido, en una especie de limbo del que a veces cuesta años salir. Su hija, que estaba todo lo atenta que podía a nuestra conversación mientras se acercaba sonriendo a los coches, aprovechó un momento sin tráfico para venir a contarme que tenía 3 años cuando llegó a Marruecos. Ahora tiene 7. Lleva el pelo liso y recogido en una coleta de la que se le escapa la mitad del pelo, como a casi todas las niñas de su edad, y un vestido de algodón rojo. Me cuenta en francés que va al colegio y que ahí está aprendiendo árabe, y cuando le digo que soy española, me empieza a decir cosas en mi idioma. Mina la dejá hablar unos minutos antes de indicarle con la mirada que hay coches parados y que se ha acabado la pausa. No pueden permitirse dejar escapar ni un dírham. “Hay una ONG, la iglesia de los españoles. Ellos son los que no ayudan”, me cuenta Mina sin quitarle los ojos de encima a su hija. “Es gracias a ellos que va a la escuela y está aprendiendo español”.
“Queríamos ir a Europa, pero se comieron nuestro dinero. Buscamos a alguien para cruzar y lo perdimos todo”.
“Queríamos ir a Europa, pero se comieron nuestro dinero. Buscamos a alguien para cruzar y lo perdimos todo”, continúa Mina. No quiere hablar mucho de lo que pasó ni de cómo pasó, pero me asegura que su experiencia en el monte Gurugú no fue buena. Los hombres suelen esconderse en las profundidades del bosque a la espera del momento adecuado para intentar saltar la valla por la zona de Barrio Chino y pisar Melilla, mientras que mujeres y niños, esperan en zonas más bajas del monte la oportunidad de subirse a una patera y llegar a la ciudad autónoma por mar. No solo se juegan la vida, también corren el riesgo de ser engañadas como le pasó a Mina. Aún así, su objetivo es conseguir el dinero suficiente para intentar atravesar la frontera de nuevo. Para ello recurre a una habilidad que ha sido el salvavidas de muchas mujeres negras en el mundo, la de trenzar.
“Trenzo a mujeres marroquíes, pero muchas no quieren sentarse en un cartón en el suelo, así que voy a sus casas”, admite. “La verdad es que prefiero trenzarlas aquí en la calle porque así, mientras, mi hija gana un poco de dinero. Le van dando uno o dos dírhams y vamos tirando”. Mina trenza en una calle tranquila cerca de una avenida llena de restaurantes y comercios por la que no suelen avistarse muchos turistas. Ganaría mucho más dinero si pudiese trabajar en el paseo marítimo. Allí una puede hacerse fotos con las letras “I love Nador” o con jóvenes disfrazados de personajes como Mickey o Hello Kitty; hacerse henna o comprar dulces y pipas, pero Mina no puede ni acercarse por allí porque es uno de los puntos con mayor presencia policial de la ciudad. “Estar aquí ya es un peligro. Si la policía te ve, te coge, te lleva lejos y te deja ahí”. Esta es una práctica bastante común para disuadir a las personas migrantes en zonas clave como Nador. “La última vez, nos cogieron a mi hija y a mí y nos llevaron hasta el interior de Marrakech”. Sin un dírham encima, tardaron semanas en poder volver a Nador.
Las mujeres son el rostro invisible de la migración pese a encontrarse a menudo en estado de extrema vulnerabilidad.
Las mujeres son el rostro invisible de la migración pese a encontrarse a menudo en estado de extrema vulnerabilidad. Y es que el género es probablemente el factor que mayores repercusiones tiene sobre la experiencia migratoria. Entre los desafíos que enfrentan se encuentran embarazos imprevistos durante el viaje, cuidado de hijos pequeños, abandono por parte del progenitor del menor, condiciones de pobreza severa y desnutrición. A veces pierdes un poco la esperanza”, me confiesa con una mueca de resignación. “Pagamos 800 dirhams por una habitación. La gente nos ayuda, nos da comida, yo trenzo en la calle y mi hija pide”. La gente de Nador es la que se asegura de que muchas personas migrantes no mueran en el monte Gurugú. Les suben agua y comida, pero nadie habla de ello. Es la misma generosidad que descubrí sentada charlando con Mina y su hija. Los coches saludaban y sonreían a la pequeña, y algunas mujeres le acariciaban el pelo antes de darle una moneda como harían con la hija de cualquier vecina. Puede que sea porque en esta ciudad bereber la mayoría de las familias se han visto atravesadas por la migración. Nadie entiende mejor que ellos que una haría lo que fuera por mejorar su vida y la de los suyos.
“Cuando llegué a Nador, todos los domingos iba hasta la frontera con Melilla, ahí donde cruzan los coches”, suelta entre risas. Cuando le pregunto sorprendida el por qué, se empieza a reír a carcajadas. “No sé, pensaba que igual algún día tendría suerte y me dejarían pasar. La última vez que fui llegué hasta el control de policía. Me preguntaron si tenía pasaporte y yo dije que sí, pero luego me preguntaron si mi pasaporte era rojo”. Nos reímos. “Mi pasaporte no es del color adecuado”, añade mientras agita la cabeza con resignación. Esto es algo que quienes vivimos en el norte global no nos planteamos. La mayoría jamás hemos mirado el color de nuestro pasaporte y nos hemos preguntado cómo experimentamos el mundo gracias a él.
“Yo en Senegal era modista. Coso mejor que trenzo. Ese es mi trabajo de verdad”, me confiesa Mina. Su tono cambia y su cara se ilumina. Le hace ilusión hablar de su verdadero oficio. “Ahora no tengo medios para comprar una máquina de coser. Además, no tengo papeles. Si los tuviera podría alquilar un local y traer telas de mi país. Funcionaría porque a los marroquíes y a los turistas les gustan las telas africanas, pero no es mi prioridad”. Por un segundo se ha dejado llevar y se ha imaginado cómo sería su vida instalada en Nador, pero no tarda en desechar ese futuro. “Si llego a Europa, eso es lo que quiero hacer, coser, inshallah”, añade con determinación. Sí, si Dios quiere, Mina llegará a España junto a su hija, pero aún no sabe ni cuándo ni cómo lo harán. Yo no puedo evitar pensar en todas esas mujeres africanas que trenzan bajo el sol durante horas en los paseos marítimos de nuestras playas cada verano dejando en el cabello de las turistas un recuerdo de las vacaciones. Ellas son tan invisibles para nosotras como lo es Mina en Nador.