La forma de vivir de las mujeres sigue siendo cuestionada en este ya avanzado siglo XXI y nada indica que ello vaya a cambiar. Las madres, por supuesto, son las que más sufren, porque el ámbito de los cuidados es y será femenino, independientemente de que siempre haya habido hombres que también se han ocupado de ellos.
Un buen padre puede no ver a sus hijas o hijos si se ocupa de ser un buen proveedor económico, pero una madre no puede ser buena si su objetivo es trabajar y dotar de una economía saneada a la familia. Su función es el amor, el cariño, la ternura, que parece que solamente se pueden ejercer desde el desvelo y el sacrificio.
Juzgar a las mujeres por ejercer roles alejados de los estereotipos sexistas se mantiene con fuerza en nuestra sociedad. Un hombre que cuida de sus hijos o hijas es un héroe, digno de admiración y el máximo respeto. Una mujer que lo hace, es sólo una persona que cumple con su obligación.
Mientras el valor económico es el máximo valor y los cuidados despreciados por carecer de remuneración, cuando los papeles se invierten entre mujeres y hombres, el valor también lo hace. Una mujer dedicada a triunfar laboralmente y obtener grandes recursos económicos es considerada mala madre por no dedicar la cantidad de tiempo socialmente aceptable a sus hijas o hijos, mientras que se exalta la figura del padre con dedicación a los cuidados no remunerados por ser un varón.
La sociedad es responsable de culpabilizar permanente a las mujeres y de salvar a los varones, sea cual sea su posición como proveedor o cuidador. El cambio de estereotipos es un tema de posición social. Dejar de juzgar a las madres es algo que se debe llevar a cabo tanto socialmente como individualmente.